Autor: elmundodelabogado
Para resolver las vicisitudes que día con día se le presentan, el corredor público tiene una valiosa herramienta en los manuales tradicionales. No obstante, existe otro camino, sin duda más seductor aunque poco explorado, que apela a las experiencias humanas plasmadas en los clásicos de la literatura universal.
He tenido tres maestros en el mundo jurídico que cambiaron mi percepción de las leyes: Miguel Alessio Robles, quien me enseñó que todo debía ser cuestionado, pues no existen verdades absolutas; José María Gondra, quien me mostró que las respuestas a esas interrogantes no las hallaría en libros jurídicos contemporáneos, sino acudiendo a los clásicos jurídicos y a la literatura, pues el hombre siempre es el mismo y sólo hay que verlo desde distintos puntos de vista, y, finalmente, Luis Alfonso Cervantes Muñiz, quien me guió para descubrir que esos conocimientos no servían de nada si no encontraba la forma de aplicarlos al mundo real y al día a día que nos rodeaba.
Así las cosas, en el actuar diario de la correduría pública surgen varias interrogantes, entre las cuales podemos mencionar las siguientes: ¿es verdad que el fin del Derecho siempre es la justicia?, ¿el valor de un bien es objetivo y único o inciden en él mil factores subjetivos?, ¿la fe pública es tan importante como creemos?, o ¿los principios del Derecho mercantil son muy diferentes hoy a lo que fueron hace medio milenio?
Invito al lector a que me acompañe en esta aventura, buscando las respuestas no en los imprescindibles Mantilla Molina, Barrera Graff o Cervantes Ahumada, ni en la vanguardia de Quintana Adriano, sino en otro lugar, olvidándonos de las leyes y acudiendo a quien mejor ha hablado de la materia prima, es decir del hombre. Me refiero, por supuesto, al Cisne de Avon, William Shakespeare.
Se afirma que, de la misma manera que Homero es fundamental para comprender al hombre de la Antigüedad, Shakespeare lo es para comprender al hombre contemporáneo, ya que el literato inglés recorrió todos los temas, todas las épocas, todos los mundos, con la capacidad inigualable de encontrar la esencia, con glorias y miserias, del ser humano. De ese hombre cuyas pasiones, sueños, miedos e ilusiones en el fondo eran iguales, ya sea en la lejana Venecia del siglo XVI o en el mundo de hoy.
Además de su capacidad analítica, el poeta isabelino, quien originalmente escribió para un público que no sabía ni leer ni escribir, ha permanecido vigente hasta nuestros días, lo que llevó hace 200 años a la escritora Jane Austen a afirmar que cualquiera que haya crecido en la cultura occidental conoce a Shakespeare, aunque no lo haya leído.1
Esa capacidad de omnipresencia cultural, recorriendo por igual los dramas de celos, tragedias amorosas, conflictos generacionales o al héroe convertido en un justiciero, hace que siempre esté vigente. ¿Quién no conoce, sin necesariamente saber quién es el autor, frases shakesperianas como las siguientes: “el mundo es un escenario”, “ser o no ser, ésa es la cuestión”, “mucho ruido y pocas nueces”, “con un ojo que llora y otro que ríe”, “algo huele podrido en Dinamarca”, “éste es el principio del fin” o, por supuesto, “al last, but not least” (“por último, pero no menos importante”)?
Esta universalidad ha llevado incluso a cuestionar la propia existencia de Shakespeare. Así, estudiosos de su obra se preguntan cómo es posible que un burgués de provincia, con una escolaridad básica, hubiera compuesto títulos que manifiestan nociones avanzadas en asuntos tan diversos como la heráldica, las leyes, la medicina, el protocolo cortesano, la astronomía, la cetrería, las artes bélicas, la horticultura, la caza, las ciencias políticas, los idiomas extranjeros y, por supuesto, las leyes mercantiles venecianas. Todo lo anterior, en una época en que dichas materias, por no hablar ya de su conjunto, estaban reservadas a una élite social y cultural a la que no consta que haya pertenecido el simple hijo de un guantero.
Estas cuestiones han provocado que se dude de la autoría de muchas de sus obras, incluso desde 70 años después de su muerte; así, al principio se pensaba que el verdadero autor era Bacon, pero después se fueron agregando otras posibilidades: Christopher Marlowe, Edward de Vere, William Stanley, una gran mujer, como lo es Mary Sidney, o algunas sociedades de autores, agregándose en esta larga lista, hace no más de 40 años, la poetisa Amelia Bassano.2
Dejemos a un lado esos cuestionamientos a su persona, pues son ajenos a nuestro interés y a nuestra capacidad, y vayamos a una de sus obras más conocidas en busca de nuestras respuestas: me refiero a El mercader de Venecia.
Esta obra, escrita entre 1596 y 1597, se desarrolla en la legendaria Venecia, la tierra de los Polo, de los mercaderes, el centro comercial de las cruzadas, que en los siglos XVI y XVII, junto con Amsterdam, son fundamentales para entender las bases del comercio internacional contemporáneo.
Esta obra, que es una de las más grandes comedias shakesperianas, es profundamente antisemita, aun cuando es casi seguro que Shakespeare no podía despreciar a los judíos, ya que conocería, a lo mucho, a unos 100 judíos que vivían en Londres, convertidos en su mayoría al cristianismo.
Shylock es un personaje típicamente shakesperiano, siendo un villano cómico, en momentos grotesco y aterrador, que en contrapartida posee una energía extraordinaria en su prosa y en su poesía, que excede los requerimientos cómicos de la obra, con un Antonio, el mercader del título, que es el buen cristiano de la trama, que manifiesta su “piedad” maldiciendo y escupiendo a Shylock, y que muestra un amor homosexual por Bassanio, quien presumiblemente es bisexual, encantador e inocuo; todo lo cual sirve de base para la heroína Porcia, que es inteligente, audaz y profundamente seductora.3
En esta obra, más allá de los aspectos humanos y psicológicos que en forma magistral son utilizados por el autor y analizados con profundidad por Harold Bloom, quien sin lugar a dudas es uno de los analistas más reconocidos de la obra de Shakespeare, encontramos referencias al mundo mercantil, sobre las cuales considero que es importante reflexionar, y que se asemejan a las palabras que unos cuantos años después un gran mercantilista, Thomas Mun, dijo respecto de lo que debe ser un comerciante: “Buen escribano, buen aritmético y buen contador, así como experto en los diversos instrumentos contractuales que intervienen en el comercio exterior; saber de las medidas, los pesos y las monedas de los países extranjeros; conocer las aduanas, peajes, impuestos, tributos, manejos y otras cargas existentes…”
Justicia y seguridad jurídica
Quien ha estado en Venecia puede afirmar que al ingresar al Palazzo Ducale uno se encuentra ante una maciza e insólita construcción compacta y cuadrada, donde se respira toda la historia, la política, el arte y las instituciones de la República de Venecia, y era ése el sitio de administración de la justicia y de la conminación de las penas. Es en este lugar, templo preferiría decir, donde Shylock pronuncia uno de los parlamentos que más me ha estremecido en la literatura:
¿Qué juicio he de temer si no he hecho nada malo?
Tenéis entre vosotros muchos esclavos comprados,
que (como vuestros asnos y vuestros perros y mulas)
usáis en cosas abyectas y lujosas,
porque los habéis comprado —¿he de deciros yo
dejadlos libres, casadlos con vuestras herederas?
¿Por qué sudan ésos bajo los fardos? ¿Dejaréis que hagan sus camas
tan suaves como las vuestras, y que sus paladares
se sazonen con semejantes viandas? Contestaréis:
“Los esclavos son nuestros” —Así os contesto yo:
La libra de carne (que exijo de él)
fue comprada a alto precio, es mía y quiero tenerla:
Y los que considero que son los versos que explican todo:
Si me la negáis, ¡ay de vuestra ley!
No hay vigencia en los decretos de Venecia:
Pido juicio —contestad, ¿me lo daréis?4
Previamente, al ser cuestionado el judío por su proceder y por su extraña exigencia de la libra de carne, aun cuando se le ofrecía en exceso la cantidad adeudada, responde:
Me preguntaréis por qué prefiero tener
una libra de inmunda carne que recibir
tres mil ducados: ¡No contestaré a eso!
Pero digamos que es mi capricho —¿está contestado?
¿Qué pasa si mi casa está alborotada con una rata,
y a mí me placiera dar diez mil ducados
para que la echaran? ¿Qué, ahora sí tenéis una respuesta?
[…]
Así yo no puedo dar ninguna razón, ni la daré,
más que un arraigado odio, y cierto desprecio
que le tengo a Antonio, para seguir así
un pleito perdido contra él: ¿tenéis con eso una respuesta?
Éstos son los argumentos centrales de Shylock; se ha pactado un préstamo de tres mil ducados sin intereses (lo cual es benévolo para operaciones de este tipo), estableciendo como indemnización para el caso de incumplimiento una libra de carne del cuerpo de Antonio, que el judío puede cortar del deudor.
Hubo un acuerdo de voluntades ante el notario; son capaces de contratar, uno comerciante y otro prestamista, por lo que jamás se podría alegar que la voluntad fuera viciada. No obstante, la pena por incumplimiento es aberrante, no al ordenamiento legal sino tanto a la religión cristiana como a la judía, y al más elemental sentido común.
Sin embargo, ¿qué ocurre? Shylock, en forma magistral esgrime que no importa lo absurdo de la prestación; no importa que le ofrezcan mucho más dinero del prestado a cambio de renunciar a su derecho; no importan las causas personales para exigir la libra de carne. Lo único trascendente es que tiene derecho a pedir lo pactado y que en caso de que el tribunal se lo niegue, todo el mundo sabrá que las leyes de Venecia no se cumplen a capricho de los jueces.
Esa situación es inimaginable para Venecia. El centro del comercio del siglo XVI no puede darse el lujo de que la seguridad jurídica no rija su existencia; sin embargo, es esa misma seguridad jurídica y el pacta sunt servanda lo que da un giro inesperado a esta trágica comedia, ahora en el personaje de Porcia disfrazada de un doctor de la ley.
Nuestra bella heroína, empieza tendiéndole la trampa a Shylock en este pequeño diálogo, que resume el problema:
bassanio: …Y yo os ruego,
torced por una vez la ley con vuestra autoridad,
para hacer un gran bien, haced un pequeño mal;
y privad a este cruel demonio de su deseo.
porcia: No puede ser, no hay poder en Venecia
que pueda alterar un decreto establecido;
se sentaría un precedente;
y se ocasionarían muchos errores con el mismo ejemplo,
que afectarían al Estado. No puede ser.
shylock: ¡Un Daniel viene a juzgarnos! ¡Sí, un Daniel!
Oh, sabio juez, ¡cuánto te honro!
Y pareciera que Porcia intenta darle una última oportunidad con este otro diálogo:
porcia: Ten algún cirujano, Shylock a tu cargo,
para tapar sus heridas, y evitar que se desangre hasta morir.
shylock: ¿Está indicado en el pagaré?
porcia: No está expresado, pero qué importa.
Estaría bien hacerlo por caridad.
shylock: No lo encuentro, no consta en el pagaré.
Finalmente, la jugada genial de nuestra protagonista se da en el último instante, al decirle al judío:
porcia: Espera un poco; hay algo más.
Este pagaré no te concede una gota de sangre.
Las palabras literales son: “una libra de carne”.
Toma entonces este pagaré, toma la libra de carne;
pero si al cortarla derramáis
una sola gota de sangre cristiana, tus tierras y bienes
son por las leyes de Venecia confiscados
a favor del Estado de Venecia.
Así, después de otros artilugios legales, Shylock, que buscaba torcer la ley en beneficio de su “venganza”, es derrotado sucesivamente por Porcia y Antonio, y finalmente por la sociedad que lo rechaza, por lo cual pierde propiedades que terminarán en poder del que se fugó con su hija y se borra su identidad, al obligársele, bajo pena de muerte, a convertirse al cristianismo. Termina su actuación con aquella lastimosa frase: “I am content”.
Pero detengámonos un momento para preguntar: ¿dónde quedó la justicia? Si analizamos todo el proceso, veremos que siempre fueron recovecos dentro de la ley y el pagaré, así como inteligentes argumentaciones, los que propiciaron la derrota del judío y que en todo momento la seguridad jurídica de Venecia prevalecía a cualquier idea de justicia o misericordia, pues en una sociedad netamente comercial el crédito, tanto de los individuos como del Estado, son fundamentales para el correcto funcionamiento de la sociedad.
Por lo anterior, resulta incomprensible que en un prólogo a una obra que intenta analizar El mercader de Venecia desde el punto de vista jurídico, César Garizurieta defienda la supremacía de la justicia antes que la seguridad jurídica, tomando como ejemplo precisamente esta obra, en la cual son los intereses personales, nada edificantes en algunos casos, los hilos conductores del Derecho.5
Shakespeare nos muestra con toda su genialidad que en cualquier sociedad el hombre busca intereses particulares con el ropaje del Derecho, y que un Estado es tan fuerte, como respeto de sus normas haya, y que si esto es importante en los demás ámbitos, en el mundo mercantil es aún más, ya que la confianza es el cauce por el que transita el comercio.
Valor de los bienes
Recordemos que al principio de la obra la gran tristeza que embarga a Antonio es atribuida por sus amigos a su fortuna que se halla en el mar. Antonio es rico si tomamos en cuenta la suma aritmética de sus bienes, pero ¿es cierto eso? El tiempo le demuestra a él, a sus amigos y a su enemigo la fragilidad de su patrimonio en el mar, por lo que su único patrimonio verdaderamente valioso en ese momento es su crédito mercantil. Así, Shylock da una cátedra de valuación al afirmar con Bassanio:
shylock: Antonio es un buen hombre.
bassanio: ¿Has oído alguna imputación en contra?
shylock: Oh, no, lo que yo quería decir, al afirmar que es un buen hombre,
es que entendáis que es solvente.
Sin embargo, su fortuna no es segura…
Tiene un galeón rumbo a Trípoli, otro a las Indias y he oído en Rialto que
tiene un tercero con destino a México, un cuarto a Inglaterra
y además tiene otros negocios dispersos por ahí.
Pero los barcos no son más que tablas y los marineros no son más que hombres.
Hay ratas de tierra y ratas de mar, ladrones de tierra y ladrones de mar, es decir piratas.
Y además existe el peligro de las tempestades, los vientos y las rocas.
El hombre es, sin embargo, solvente. Tres mil ducados.
Creo que puedo aceptar su garantía.
¿Qué decir también del valor subjetivo que tiene el anillo que Porcia entrega a su amado Bassanio, y que como parte de esta absurda comedia le obliga a regalárselo en su personalidad de jurista?
En esta obra descubrimos que el valor de las cosas no es un valor objetivo, único e inmutable, sino que varía de momento a momento, tomando en cuenta las circunstancias propias del bien y las que lo rodean.
Finalmente, el lector nos preguntará: ¿qué fue de la fe pública en esta obra? En un tema jurídico mercantil analizado con tanta profundidad, donde resalta la seguridad jurídica, ¿no debía hablarse forzosamente de la fe pública?
Efectivamente, Shakespeare habla de ella; el genio inglés que habla de todos los temas, que entiende como nadie la condición humana, coloca a la fe pública en su justa dimensión, dándole una única e insignificante línea en voz de Shylock, que ni siquiera es necesario traducir: “Go with me to a notary, seal me there your single bond”.
El día que el corredor público entienda que la fe pública no es su cualidad más importante empezará a entender su razón de existir.
NOTAS
* Abogado por la Escuela Libre de Derecho y corredor público número 65 del Distrito Federal.
1 Citado en Christiane Zschirnt, Libros, todo lo que hay que leer, 2ª ed., tr. de Irene Pérez Michael, Punto de Lectura, Madrid, 2007.
2 “Los otros Shakespeare”, Historia y Vida, año XLII, núm. 507, pp. 60-67.
3 Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, 3ª ed., tr. de Tomás Segovia, Anagrama, Barcelona, 2005, pp. 215 -236.
4 “If you deny me, fie upon your law!/ There is no force in the decrees of Venice:/ I stand for judgment, —answer, shall I have it?”
5 En Nahim Margadant, El mercader de Venecia. Estudios sobre las instituciones jurídicas a la luz del Derecho actual en la obra de William Shakespeare, UNAM, México, 2010.